Estamos enfermos. Es una peste y se nota por las manchas en nuestras economías. Son como las de las vacas holandesas, tan buenas para hacer esa única cosa: dar leche. No por nada lo que nos pasa se llama “enfermedad holandesa” (aunque la “vaca” que originó el término daba petróleo). Debido a la fiebre de los precios altos para nuestros bienes exportables (cobre, soja, maíz, hierro, oro, carne vacuna) alucinamos que el desarrollo se encuentra al alcance de la mano. La rueda gira bien y rápido porque la energía necesaria para la megaminería, la agricultura y ganadería industriales es relativamente barata y todos dicen que tal círculo virtuoso durará para siempre. Pero no es así, la ley de los yacimientos cupríferos chilenos cae; los efectos la inundación de nitrógeno que permitieron el boom de El Cerrado brasileño se agotan y los pozos peruanos del departamento de Ica, cuyas aguas irrigaron el que Perú se convirtiera en el rey mundial de los espárragos, están casi secos.
Resolver esos problemas requiere de más energía. No hay problema: vendrá de los pozos pre-sal en Brasil, del fracking de Vaca Muerta en Argentina o del romance con el carbón en Chile. Para los economistas biofísicos confiar en esto es hacer un muy mal negocio a largo plazo: “La actual estrategia de desarrollo basada en la re-primarización no tiene sentido”, dice Jesús Ramos Martin, catedrático del Departamento de Economía de la Universidad Autónoma de Barcelona.
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